sábado, 5 de abril de 2014


SOBRE LA OBRA : " EL PRÍNCIPE " DE NICOLÁS MAQUIAVELO.

VARIOS TEXTOS.


16/08/13
Cuando la política sólo piensa en el poder
Condenado por su crudo relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.
Por Ivana Costa

Por una valiosa carta, sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura, acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve lapso.
Los veintiséis capítulos de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico, al fin recibió El príncipe como obsequio lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.
La fortuna de una obra
Pero Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de su autor. 


El príncipe debe incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio, Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipe lúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.

Tres lecciones para el presente

Por Antonio tursi

Traductor de “El príncipe”. Prof. de Filosofía y Politica medievales y renacentistas. (UBA , Unsam).
Al pergeñar El príncipe Maquiavelo pensó en influir, por un interés personal, en un solo lector: ese a quien justamente le envía el manuscrito con el afán de que pudiese llevar a cabo una política de unidad de los Estados fuertes italianos para así salvar las apremiantes relaciones que padecía la Península por el hostigamiento de los reinos de Francia y España. El Médici, al parecer, de entrada, no lo leyó. Y las cosas no ocurrieron como Maquiavelo anhelaba. Varias generaciones de unos conspicuos y otros reprobables lectores, las que ya quepan en 500 años, hombres de teoría o de praxis, han hecho suya la obra. Unos la han estudiado con la pretensión siempre de desentrañar su clave y producido una bibliografía ya inasible. Otros han extraído de ella y propuesto verdaderos principios operantes, máximas para la acción política reunidas bajo el difamado rótulo de “maquiavelismo”. Se ha enaltecido o execrado a su autor. Su figura ha oscilado entre el santurrón y el mismísimo demonio. Ha ido desde un republicano que, en el ostracismo, redacta un simple escrito circunstancial hasta el fundador del absolutismo moderno.
Lo cierto es que leído hoy El príncipe , descontextualizado y sin contar con todos esos agravantes exegéticos, puede resultar anticuado. Los Estados ya no se reafirman ni se definen como Maquiavelo lo hacía. La guerra y las defensas materiales que Maquiavelo propone son simplotas. El pueblo, al parecer, no es tan ingenuo ni tan ingrato como el que Maquiavelo pinta.
Cualquier occidental sensato considera que el sufragio universal es el medio apto para alcanzar y mantener el poder. No lo pensó así este consejero para aquel príncipe. Ni siquiera llegó a atisbar el poder económico y el judicial. Y, con todo, dejados aparte los manidos clichés respecto de su “cientificidad en política” o de su “amoralidad e irreligiosidad”, hay, me parece, tres lecciones todavía políticamente relevantes en El príncipe que puntualizaré brevemente.
La primera atañe a lo que algunos comentaristas han llamado la “política de la apariencia”. En política la verdad es lo que se muestra, no lo que se es. Los capítulos dedicados a las virtudes del príncipe tienen esencialmente dos cometidos, uno interno al poder: eliminar los prejuicios que conlleva la consideración de qué es virtud y qué, vicio, y el otro externo: procurar la buena fama o renombre de quien detenta el poder. El pueblo no palpa. El poder es intangible para el pueblo. El pueblo sólo ve y oye. El “platonismo invertido” de Maquiavelo consiste en que las sombras proyectadas en la caverna son la única realidad política. El pueblo, pues, consensúa un fictum .
La segunda es sobre el cálculo político. Si en la primera lección Maquiavelo anticipa lo que será, digamos, la propaganda oficial, en esta segunda lo hace, de alguna manera y reservadamente, con la estadística. Maquiavelo lleva a cabo una notable casuística basada, como él mismo nos dice, en sus lecturas de los clásicos greco romanos y en su experiencia como secretario de la República de Florencia. Pero la constatación de cierto número de situaciones análogas no garantiza que una determinación similar tenga buen éxito. En las decisiones Maquiavelo promedia una parte a la precavida acción humana y otra a la Fortuna. A lo que hoy llamaríamos “error de cálculo” Maquiavelo nos reprocharía no haberlo previsto (¡nada menos que en un cincuenta por ciento!) como lo imprevisible.
Siendo así las cosas, no parecería mucho lo que se puede lograr políticamente, y máxime con la actitud timorata de que la mitad de lo que se haga pueda salir mal.
Por ese motivo la tercera lección incumbe a quienes deben actuar en política. Maquiavelo concluye categóricamente: los jóvenes. Pues los jóvenes reúnen los requisitos necesarios para hacer frente a cualquier adversidad: son, enumera Maquiavelo, impetuosos, violentos, imprevisores, feroces y audaces.
16/08/13

Novedades maquiavélicas de allá y de aquí

Atentos al quinto centenario, se aggiornaron las ediciones de El príncipe , tanto aquí como en Italia. Feltrinelli reimprimió su traducción anotada, a la que sumó un ensayo del prestigioso Ugo Dotti, tomado de su célebre libro Niccolò Machiavelli – La fenomenología del potere , y un pasaje de Hegel referido a Maquiavelo. Einaudi trae una edición comentada, a cargo de Giorgio Inglese. Massari ofrece el texto crítico de El príncipe junto con otros escritos políticos menores y con un apéndice de Carlo Cordié, fallecido en 2002. Laterza dio a conocer el breve ensayo de Maurizio Viroli Scegliere il príncipe (elegir al príncipe). Autor de la más actualizada biografía de Maquiavelo, Viroli rastrea aquí en las obras del florentino, y las cita con ingenio, las interpreta o parafrasea en busca de “los consejos de Maquiavelo al ciudadano elector”. Il Saggiatore presentó el ensayo Il principe inesistente , en el que Niccolò Capponi procura mostrar la ineptitud política de Maquiavelo, que va de la mano de su “imbatible” talento literario. En Argentina, Paidós publicó Maquiavelo – Los tiempos de la política , del especialista Corrado Vivanti, fallecido en 2008, un recorrido erudito y ameno por la biografía de nuestro autor y el contexto cultural en el que se movía. Fragmentos de un estudio más especializado de Vivanti, sobre la literatura diplomática de Maquiavelo, se pueden leer en la nueva edición de El príncipe que presentó Colihue. En esta versión también se incluye –como lo hicieron en 1532 sus dos primeros editores— el escrito más breve, más cercano a la crónica que al ensayo político, titulado: Descripción del modo en que el duque Valentino mató a Vitellozzo Vitelli, Oliverotto de Fermo, el señor Pagolo y el duque de Gravina Orsin i. No es una decisión casual: César Borgia (el Valentino) y su temeraria acción (logra torcer una rebelión en su contra, asesinando fríamente a los traidores, mientras finge haberse reconciliado con ellos) están en el centro de la reflexión sobre “el nuevo príncipe”. La patente proximidad de El príncipe con este relato, que Maquiavelo escribió al regresar del lugar de los hechos, habiendo recogido toda la información de primera mano, ofrece un marco para entender la génesis de algunas de sus ideas políticas. Y permite entender la trama de la escritura de El príncipe desde un punto de vista más amplio, teniendo en cuenta las diversas competencias culturales –retóricas, literarias, periodísticas—del antiguo secretario canciller.
I.C.
16/08/13

Una filosofía corrosiva

Por horacio gonzalez

Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional
El príncipe reposa sobre fuertes climas de incerteza. Imparte consejos que nunca sabríamos decir si yacen sobre su brutalidad o su lirismo. Pero un consejo es una fábula del conocimiento, o el conocimiento en estado de fábula. ¿Quiere Maquiavelo que se lo acepte como alguien que arroja saberes o juega con una risa secreta a que se congelen irónicamente las paradojas que escribe? Quizá sólo aspira a crear una tensión insoportable en quién lo lee. No procura un saber sobre algo de lo político, la historia, o la religión, sino sobre un desgarro infinito e indecible en la condición humana. En ese caso, el saber sobre la política sería soportar sin saber exactamente qué soportar.
¿No está escrito El príncipe en un tiempo mítico, irreal, un presente absoluto? Sólo se evade de ese tiempo lleno de nombres de época –que parecen tan solo estatuas inmóviles y asesinas–, para hacer una proclama redentista. Es su llamado histórico a redimir a Italia. Esto es lo más débil de un libro que parece ser, sin serlo, un libro de oraciones y rezos, un libro de horas de un intelectual laico y desdichado. Ese tiempo presente es plano, liso. Una superficie plástica e inmóvil, en que se pegan calcomanías del pasado griego y romano, ejemplos recortados de la historia a la manera de figuritas infantiles indiferentes a las garras del bien o del mal. Pero es un tiempo pavoroso, no ocurre sino como aparente copia de la naturaleza fija. Es la forma inmóvil de un conflicto. Pero lo burlesco de Maquiavelo es que cada acto y cada hombre tienen su tiempo. Su último resto de teología consiste en no saber por qué razones el tiempo cambia y se quiebra el personaje que habitaba cómodamente en él.
El príncipe es un tratado sobre lo imposible: cómo descifrar el tiempo. Por lo mismo, el tiempo es la abertura permanente en la materia o los cuerpos, es herida, lesión imborrable en el orden puro de la naturaleza. La “corrupción” es apenas el respirar silencioso del tiempo, el tiempo como forma de la ingratitud, la molicie y la codicia del calculador que imagina apreciables resultados futuros de sus maniobras presentes. Y la acción sólo se basa en la virtud de su propia actualidad despavorida, de su propia temporalidad como desborde. Por eso para crearse la virtú es necesario la conciencia de tenerla, pues ella no es un ingrediente natural que equilibra la fatalidad del tiempo, sino de un sacrificio permanente para salvar la autonomía del cuerpo pensante de lo político. Asimismo, el tiempo es una pasión que parece ejercerse como un don apriorístico, una pasión natural. O mejor dicho, los “tiempos” –como se lee en el capítulo 25 de El príncipe – serían una especie de suerte de analogía terrenal o civil de la fortuna. La semejanza de una acción, en su calidad de atrevida o precavida, con la particularidad de los tiempos según sean éstos tempestuosos o calmos, es lo que precisamente puede llamarse fortuna y virtú al mismo tiempo. Esta filosofía amarga y corrosiva se engendra para destruir bellamente a la filosofía.
El príncipe es un libro que se lleva de regalo a otro príncipe, en vez de regalarle caballos o joyas. Pero en el libro llamado El príncipe, se regalan caballos y joyas como simulación para crear escenas criminales.
El príncipe es el personaje de este texto, que recibe el regalo de tener que elegir entre leer con distanciamiento el libro que lleva su nombre, o tener que matar si acata el libro que justamente lleva su nombre. A veces el príncipe será nombrado en primera persona y a veces en tercera. Y del mismo modo en que cambia el tiempo verbal, el texto fluctúa a través de tapujos voluntarios o involuntarios, ya sea que escenifique el tratamiento de una forma de gobierno, ya sea que ésta repentinamente se diluya en el ámbito de un vertiginoso tratado de las pasiones. Es el sollozo del intelectual que finge dar consejos.
El príncipe, en verdad, no existe. Maquivelo conversa con su personaje para conversar consigo mismo. Y a través de los siglos, charlando ensimismado con nosotros.
16/08/13

Maquiavelo básico

Italia, 1469-1527
Diplomático y filósofo político
Es una figura relevante del Renacimiento italiano, cuyas ideas políticas aún se debaten. Hijo de una familia florentina de origen noble venida a menos, fue diplomático, funcionario público, filósofo político y escritor. Bajo la guía de Marcello di Virgilio, profesor de literatura griega y latina, conoció entre otras las obras de Platón, Aristóteles, Jenofonte, Tucídides, Cicerón, Virgilio, Santo Tomás, Dante, Petrarca y Bocaccio, que dejarían huella en sus escritos. En 1499 fue nombrado secretario de la segunda cancillería de la república florentina. Desde allí se hizo cargo de la correspondencia oficial interna y externa y luego, de una veintena de legaciones extranjeras y comisiones. En septiembre de 1512, partidarios de los Médicis entran en Florencia y ponen fin a la república. Maquiavelo deja la política y va a la cárcel. En 1520 es nombrado historiador oficial del “señorío”. Su obra más famosa, el tratado de doctrina política “El príncipe”, escrito en 1513, fue publicado póstumamente en 1531.







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