12 DE AGOSTO DE 2010
La injusticia globalizada
José Saramago
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable
de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más
de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del
relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los
cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se
oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo
sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del
día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana
tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no
constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por
lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus
trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio
de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La
campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después
se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral.
Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se
encontraba el campanero y quién era el muerto. ‘El campanero no está aquí, soy
yo quien ha hecho sonar la campana’, fue la respuesta del campesino. ‘Pero,
entonces, ¿no ha muerto nadie?’, replicaron los vecinos, y el campesino
respondió: ‘Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto
por la Justicia, porque la Justicia está muerta’.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar
(algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de
sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña
parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado
empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente
resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia.
Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces,
desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto
del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal
vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer
sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y
costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a
difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese
resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad,
saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares,
por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido… No sé lo que sucedió
después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a
poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la
Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste
vida de todos los días.
Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo.
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte
del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto
tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más
ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la
Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante
en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la
está matando.