23 FEB 2016
Un funeral laico y
multitudinario despide a Umberto Eco
Cientos de personas
dijeron adiós este martes en Milán al escritor, filósofo y semiólogo
María Salas Oraá
Cientos de personas despidieron este martes en Milán al
escritor, filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco, fallecido el pasado
viernes. Fue un acto breve, a petición de la familia, al que no todos pudieron
entrar. Hubo decenas de personas que esperaron en fila durante horas pero que
tuvieron que quedarse fuera por falta de espacio. Había sitio para ochocientas
personas, pero más de mil quisieron acudir a dar su último adiós. Tuvieron que
conformarse con participar en el gran aplauso que recibió el féretro a su
llegada.
El funeral fue en el Castillo Sforzesco, una construcción
del siglo XV que el escritor amaba. La ceremonia fue laica, como él hubiese
querido. Los deseos de Umberco Eco eran "coherentes con su vida
profundamente laica", había explicado el editor Mario Andreose tras dar el
pésame a la familia.
Como homenaje, estaba su toga de la Universidad de Bolonia,
donde el semiólogo fue catedrático de Filosofía y en la que puso en marcha la
Escuela Superior de Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela,
porque su objetivo es difundir la cultura entre licenciados con un alto nivel
de conocimientos. El rector de esta universidad, Francesco Ubertini, anunció
que la apertura del nuevo año académico estará dedicada a la memoria de Eco,
cuya sabiduría transmitirán "con orgullo".
Catedráticos, escritores, editores y músicos, además de
amigos, familiares y personas que apreciaban al autor de El nombre de la rosa o
El péndulo de Foucault recordaron a Eco como un "maestro" y
lamentaron lo mucho que añorarán su "enorme cultura" y su "gran
sabiduría". El actor Roberto Benigni afirmó que "personas como él son
necesarias en la Tierra, no en el cielo".
Autoridades políticas también acudieron a despedir a uno de los escritores con mayor reconocimiento internacional. El ministro de Cultura, Dario Franceschini, admiró cómo Eco "tenía una biblioteca dentro de sí mismo", mientras que la titular de Educación, Stefania Giannini, sentenció que el mundo ha "perdido un maestro, pero no ha perdido sus lecciones". También fue rememorado como un maestro por el alcalde de Milán, Giuliano Pisapia, que recordó a Eco como "un maestro de vida".
El momento más emotivo fue cuando habló su nieto de quince
años, Emmanuele, a quien Eco le había dedicado una carta llamada "Querido
nieto, estudia de memoria", publicada en el periódico italiano
"L'Espresso" en 2014. "Haberte tenido como abuelo me ha llenado
de orgullo. Gracias, abuelo", dijo el joven.
El féretro de Umberto Eco en el Castillo Sforzesco. Getty Images
Miércoles, 24 de febrero de 2016
CULTURA › ENSAYOS DE UMBERTO ECO
Aplausos y negocios
Miles de personas
despidieron ayer en Milán al escritor y filósofo italiano, que murió la semana
pasada a los 84 años. Este viernes se publica Pape Satàn Aleppe, su libro
póstumo.
Por Silvina Friera
El último aplauso –intensa gratitud por tantas lecturas y
hallazgos– estremeció las paredes del Castillo Sforzesco, una construcción del
siglo XV que Umberto Eco amaba. Miles de personas despidieron ayer a la tarde
en Milán al escritor y filósofo italiano, que murió el viernes pasado a los 84
años. El funeral fue una ceremonia laica breve y austera en la que se escuchó
la sonata “La Folía”, de Arcangelo Corelli, un tema que Eco tocaba con el
clarinete. Lectores de a pie, catedráticos, escritores, editores, traductores,
actores, músicos, además de amigos y familiares, recordaron al autor de El
nombre de la rosa como “un maestro” y lamentaron lo mucho que extrañarán su
“enorme cultura” y su “gran sabiduría”. El actor Roberto Benigni dijo que
“personas como él son necesarias en la Tierra, no en el cielo”. El ministro de
Cultura italiano, Darío Franceschini, afirmó que Eco contaba con “una
biblioteca dentro de sí mismo”. La ministra de Educación, Stefania Giannini,
sentenció que el mundo “ha perdido un maestro pero no hemos perdido su
lección”. El momento más conmovedor fue cuando habló su nieto de quince años,
Emmanuele, a quien le había escrito una carta llamada “Querido nieto, estudia
de memoria”, publicada en el periódico L’Espresso en 2014. “Gracias por tus
historias, por tus libros, por la música que me has hecho escuchar y por los
viajes que hemos compartido. Tenerte como abuelo me ha llenado de orgullo.
Gracias, abuelo”, se despidió el joven. El próximo viernes, justo cuando se
cumpla una semana de su muerte, se publicará Pape Satàn Aleppe (La Nave de
Teseo), libro póstumo de más de 450 páginas que recopila ensayos y columnas
sobre temas de actualidad que escribió para L’Espresso, donde colaboraba
habitualmente.
Eco, que luchaba contra un cáncer, trabajó hasta los últimos
días en la preparación de la edición de Pape Satàn Aleppe –subtitulado Crónicas
de una sociedad líquida–, título que corresponde al verso que Dante hace pronunciar
a Plutón al inicio del canto VII del Infierno en La Divina Comedia de Dante
Alighieri. La publicación estaba prevista para mayo, pero se anticipó el
lanzamiento y el libro se distribuirá en las librerías de Italia este viernes.
Las palabras del título son consideradas desconcertantes –se podría traducir
literalmente como “Padre Satan Cuidado”– y académicos actuales advierten que se
trata de una invocación demoníaca. A juicio del propio Eco, el título “es lo
suficientemente líquido como para representar la confusión de nuestros
tiempos”. La Nave de Teseo, dirigida por Elisabetta Sgarbi, es una nueva
editorial creada en noviembre del año pasado por destacados escritores
italianos que se oponen al monopolio en la edición italiana, después de que
Arnoldo Mondadori Editore, propiedad de la familia de Silvio Berlusconi,
comprara RCS Libri en 2015.
El autor de El péndulo de Foucault contribuyó a su creación
con dos millones de euros. Esta fue una de las últimas peleas políticas que dio
Eco para garantizar el pluralismo editorial. Sgarbi anticipó que es “un libro
irónico, tan fulminante como era él” y definió al gran semiólogo italiano como
“un trabajador incansable”, un hombre “supremo y completo”. Aunque la muerte
alimenta el género del elogio fúnebre –algo ineludible, aunque se intente
esquivar esos lugares comunes–, los reaccionarios de siempre no pudieron
ocultar la hilacha. “Umberto Eco era un maniqueo que teorizaba la inferioridad
cultural y ética de la derecha”, escribieron en el diario Libero, próximo a
Berlusconi. Desde su primer libro de ensayo El problema estético en Santo Tomas
de Aquino hasta su última novela, Número cero, Eco exploró un amplio abanico de
temas como la manipulación informativa, la teología, la estética medieval, la
poética de James Joyce, la belleza o la fealdad, el arte de la conspiración,
los comics y hasta internet y las nuevas tecnologías. “Las redes sociales le
dan derecho a hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar
después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados
rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la
invasión de los necios”, aseguró el Premio Príncipe de Asturias en junio del
año pasado.
El sencillo féretro del escritor y semiólogo, uno de los
principales intelectuales italianos del último medio siglo, salió de su
residencia, en la Plaza del Castillo número 13, hacia el patio del Castillo
Sforzesco, a pocos metros de distancia, donde empezó la ceremonia fúnebre que
fue transmitida en directo por el primer canal de la televisión pública RAI.
“Es difícil hablar de Eco, un maestro de la palabra y una figura tan importante
para la cultura italiana”, reconoció su amigo y editor histórico, Mario
Andreose en una despedida multitudinaria a un sabio que podía explicar
pensamientos complejos de un modo sencillo y que siempre supo que lo mejor es
hacer de la prosa una ágil góndola empujada por el aliento de la idea.
Cientos de personas despiden a Umberto Eco en el Castillo Sforzesco de
Milán. AFP
21 de febrero de 2016
OBRA ABIERTA
Por Umberto Eco
Hace años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era
difícil de descifrar y me aclaró que era paquistaní. Me preguntó de dónde era
yo y le contesté que italiano. Me preguntó que cuántos éramos y se quedó
asombrado de que fuéramos tan pocos y de que nuestra lengua no fuera el inglés.
Por último me preguntó cuáles eran nuestros enemigos. Ante
mi “¿Perdone?”, aclaró despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en
guerra desde hacía siglos por reivindicaciones territoriales, odios étnicos,
violaciones permanentes de fronteras, etcétera, etcétera. Le dije que no
estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente me explicó que quería
saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero ellos nos
matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos,
que la última guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas,
empezándola con un enemigo y acabándola con otro.
No estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que haya un pueblo
que no tiene enemigos? Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para
recompensarle por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería
haberle contestado, es decir, que no es verdad que los italianos no tienen
enemigos. No tienen enemigos externos y, en todo caso, no logran ponerse de
acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en guerra entre
ellos: Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas,
fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura.
Y es una pena que por aquel entonces todavía no se hubiera producido la caída
de los dos gobiernos de Romano Prodi, porque le habría podido explicar mejor
qué significa perder una guerra por culpa del fuego amigo.
Ahora bien, reflexionando sobre aquel episodio, me he
convencido de que una de las desgracias de nuestro país, en los últimos sesenta
años, ha sido precisamente no haber tenido verdaderos enemigos. La unidad de
Italia se hizo gracias a la presencia de los austríacos o, como quería el poeta
Giovanni Berchet, del irto, increscioso alemanno (“el híspido y engorroso
alemán”); Mussolini pudo gozar del consenso popular incitándonos a vengarnos de
la victoria mutilada, de las humillaciones sufridas en Dogali y Adua, así como
de las demoplutocracias judaicas que nos imponían sus inicuas sanciones. Véase
qué le sucedió a Estados Unidos cuando desapareció el imperio del mal y se
disolvió el gran enemigo soviético. Peligraba su identidad hasta que Bin Laden,
acordándose de los beneficios recibidos cuando lo ayudaban contra la Unión
Soviética, tendió hacia Estados Unidos su mano misericordiosa y le proporcionó
a Bush la ocasión de crear nuevos enemigos reforzando el sentimiento de
identidad nacional y su poder.
Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra
identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual
medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo
tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. Véase la generosa
flexibilidad con la que los naziskins de Verona elegían como enemigo a
quienquiera que no perteneciera a su grupo, con tal de reconocerse como tales.
Pues bien, en esta ocasión no nos interesa tanto el fenómeno casi natural de
identificar a un enemigo que nos amenaza como el proceso de producción y
demonización del enemigo.
En las Catilinarias (II, 1-10), Cicerón no debería haber
sentido la necesidad de bosquejar una imagen del enemigo, porque tenía las
pruebas de la conjura de Catilina. Pero lo construye cuando, en la segunda
oración, les presenta a los senadores la imagen de los amigos de Catilina,
reverberando su halo de perversidad moral sobre el principal acusado:
Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados
lánguidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez,
hartos de manjares, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados
por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar a
Roma. [...] Les reconoceréis en lo bien peinados, elegantes, unos sin barba,
otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, en que gastan
togas tan finas como velos. [...] Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no
solo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal
y verter un veneno.
El moralismo de Cicerón, al final, será el mismo de Agustín,
que estigmatizará a los paganos porque, a diferencia de los cristianos,
frecuentan circos, teatros, anfiteatros y celebran fiestas orgiásticas.
Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres
que no son las nuestras.
Uno diferente por excelencia es el extranjero. Ya en los
bajorrelieves romanos los bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo
apelativo de bárbaros, como es sabido, hace alusión a un defecto de lenguaje y,
por lo tanto, de pensamiento.
Ahora bien, desde el principio se construyen como enemigos
no tanto a los que son diferentes y que nos amenazan directamente (como sería
el caso de los bárbaros), sino a aquellos que alguien tiene interés en
representar como amenazadores aunque no nos amenacen directamente, de modo que
lo que ponga de relieve su diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que
sea su diversidad misma la que se convierta en señal de amenaza.
Véase lo que dice Tácito de los judíos: “Consideran profano
todo lo que nosotros tenemos por sagrado, y todo lo que nosotros aborrecemos
por impuro es para ellos lícito» (y me viene a la cabeza el repudio anglosajón
por los comedores de ranas franceses o el repudio alemán por los italianos que
abusan del ajo). Los judíos son «raros» porque se abstienen de comer carne de
cerdo, no ponen levadura en el pan, se entregan al ocio el séptimo día, se
casan solo entre ellos, se circuncidan (fíjense) no porque se trate de una
norma higiénica o religiosa sino “para marcar su diversidad”, entierran a los
muertos y no veneran a nuestros Césares. Una vez demostrado lo distintas que
son algunas costumbres auténticas (circuncisión, descanso del sábado), se puede
subrayar aún más la diversidad introduciendo en el retrato costumbres
legendarias (consagran la efigie de un asno, desprecian a padres, hijos,
hermanos, patria y dioses).
Plinio no encuentra cargos significativos contra los
cristianos, puesto que ha de admitir que no se dedican a cometer delitos sino
solo a llevar a cabo acciones virtuosas. Aun así, los condena a muerte porque
no sacrifican al emperador y esa obstinación en rechazar algo tan obvio y
natural establece su diversidad.
Una nueva forma de enemigo será, más tarde, con el
desarrollo de los contactos entre los pueblos, no solo el que está fuera y
exhibe su extrañeza desde lejos, sino el que está dentro, entre nosotros. Hoy
lo llamaríamos el inmigrado extracomunitario, que, de alguna manera, actúa de
forma distinta o habla mal nuestra lengua, y que en la sátira de Juvenal es el
graeculo listo y timador, descarado, libidinoso, capaz de tender sobre el lecho
a la abuela de un amigo.
Este texto pertenece al libro Construir al enemigo (2013) de
Umberto Eco, quien murió el viernes pasado, a la noche. Tenía 84 años.
21/02/16
Umberto Eco, lector
de Borges
Bibliotecas,
incunables y enigmas. Desde "El nombre de la rosa", las influencias
que el escritor italiano asimiló del autor de "El Aleph".
Cuando Umberto Eco tenía poco
más de veinte años, por primera vez se publicaba en Italia el volumen Ficciones,
de Jorge Luis Borges. Fue una edición pequeña de sólo quinientos ejemplares que
pasó practicamente desapercibida. Recomendado por un poeta italiano al que
admiraba, Eco leyó esos cuentos y quedó fascinado. “Me pasaba las noches
leyéndoselo a mis amigos”, contó Eco, y de inmediato se reconoció en ese autor
argentino. Aceptaba, además, que en El nombre de la rosa hubiera un
homenaje a Borges: es en la figura de ese viejo monje ciego, español, de enorme
erudición, que controla la biblioteca de la abadía donde transcurren los
sucesos. El nombre: Jorge de Burgos. El mapa de coincidencias, entonces,
resultaba evidente. Eco sonreía frente a los lectores tentados de buscar
claves y encontrar conexiones entre Borges y Burgos. ¿Pero existen? “En
realidad –respondió el escritor italiano en una entrevista–, me gustaba la idea
de tener un bibliotecario ciego, y le puse casi el mismo nombre de Borges. Pero
cuando elegí el nombre no sabía que iba a quemar la biblioteca. No es, por lo
tanto, una alegoría. Le puse el nombre de Borges, como también puse en la
novela los nombres de otros amigos. Son homenajes.”
Personajes
que encuentran sus libros al recorrer librerías de viejo por avenida
Corrientes, una singular manipulación de la enciclopedia, textos que
mezclan autores ficticios y otros reales, escritores influenciados por obras
aún no escritas, sueños cruciales para revelar preocupaciones eróticas,
religiosas y asesinatos. En esos elementos, Borges y Eco se entrelazan
permanentemente. Así lo analizó tanto Donald McGrady, de la Universidad de
Virginia, como la escritora alemana Christine de Lailhacar, y en 1998 también
lo hizo Nilda Guglielmi en su ensayo El Eco de la rosa y Borges,
publicado por Eudeba. En este último, la académica argentina entendía que no
podía negarse la inspiración que Eco había recibido de la intertextualidad, de
Conan Doyle y “El sabueso de los Baskerville”, de Italo Calvino en Si una
noche de invierno un viajero o La montaña mágica de Thomas Mann,
pero resultaba indudable todo lo que Borges había orbitado en la trama y el
universo ficcional construido por Eco. Con respecto a esta cuestión, el
escritor Pablo De Santis entiende que “para levantar
esa abadía benedictina –que es también el edificio especulativo de la filosofía
medieval- , Eco trabajó con dos representaciones originadas en sus lecturas de
Borges: el laberinto y la biblioteca. La resolución del crimen, tan simple como
elegante, participa de las dos representaciones del mundo, y nos lleva del
encierro a la salida, de los libros al Libro.”
En
Las lenguas perfectas, Eco señala que Borges al menos en tres ocasiones
inventa fragmentos de lenguas imaginarias. En una entrevista
por televisión durante una visita a la Argentina, el semiólogo
sostenía que “Borges era extraordinario porque leía tres líneas sobre el
argumento y luego inventaba lo que en realidad había sucedido. En mi libro me
ocupo del religioso y naturalista inglés John Wilkins, que inventó un
sistema de lengua perfecta. Hay un texto de Borges, que se llama 'El
idioma analítico de John Wilkins', donde Borges confiesa haber leído sólo
la entrada de Wilkins en la Enciclopedia Británica. Poquísimo. Y se mete
a inventar por su cuenta y comprende exactamente cuál era el problema de
Wilkins. En ese sentido Borges era extraordinario: en una palabra, inventaba
todo, inventaba la realidad”.
En la introducción a la
edición alemana de Seis problemas para don Isidro Parodi, publicada en
1983, Eco plantea que el de Borges es un universo en que mentes distintas no
pueden sino pensar mediante las leyes expresadas por la Biblioteca, pero esa
Biblioteca es la de Babel: sus leyes no son las de la ciencia neopositivista
sino leyes paradójicas. “La lógica (la misma) de la Mente y la del Mundo son ambas
una ilógica. Una ilógica férrea”, escribe Eco. “Sólo con esa condición puede
Pierre Menard reescribir 'el mismo' Don Quijote. Pero, ay, sólo con esa
condición el mismo Don Quijote será un Don Quijote diferente.”
¿Qué es lo que tiene de rigurosamente ilógico el universo de Borges y qué es lo
que permite a don Isidro reconstruir con rigurosa ilógica los procesos de un
universo exterior igualmente ilógico?, se pregunta Eco y la respuesta que
encuentra es que el universo de Borges funciona según las leyes de la puesta en
escena o de la ficción. Las leyes de la ficción, entonces, para Eco, son una
clave a su vez para leer la obra de Borges. “No estamos nunca ante el azar, o
el hado –plantea Eco–, estamos siempre dentro de una trama (cósmica o
situacional) pensada por otra Mente según una lógica fantástica que es la
lógica de la Biblioteca.”
Madrid -
21 FEB 2016
Umberto Eco: lucidez, sudor, ideas y whisky
El discurso de este escritor era a la vez
apocalíptico, risueño e integrado
Juan Cruz
Umberto Eco era
una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una máquina
nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e integrado; no
dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le rompiera la velocidad
del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que explicaba su podredumbre.
Pasó así con su último libro, Número cero, una sátira redonda y picuda a la vez
sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. Él no escribía para
entretener, sino para entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para
desmentir la solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de
los lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro,
Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamaba bustinas, para
construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que se asoma este
oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser corrupto sin saberlo y
sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e ignorante, puede el poder
utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no necesariamente las nuevas
tecnologías de que dispone van a mejorar su relación con las bases viejas en
las que se sustenta el oficio. El resultado de esa mescolanza de imaginación y
columnas incluyó a Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido
e inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena sino
con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del abismo que nos
conmueve.
La salida de ese
libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Milán, el año
pasado; otros años nos habíamos visto allí, una vez probándose, para Jordi
Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando
espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa
espaciosa, llena de libros bien ordenados, sentados ante una mesa para seis en
la que estábamos tres; pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan
poderoso, su presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y
vitales, que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo;
necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a
veces anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia
delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pañuelo
grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente
espaciosa. En ese momento, hace algunos años, hablábamos de Europa, de su
porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se
estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a abrir, y había inventado una
fórmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el médico le había
aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quería tomar
alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso
corto, sin hielo, como si estuviera acompañando los espaguetis con una
medicina.
Eso fue hace unos
años. Esta vez, el último invierno de 2015, ya Umberto Eco bebía menos, reía
menos, estaba sumido en el ensimismamiento de los que quizá piensan en una obra
nueva, o en alguna melancolía no resuelta. Esta vez también fuimos a I Quattro
Mori; y vinieron con nosotros su traductora española, su alumna Helena Lozano,
que trabajó con él y compartió su risa y su enseñanza hasta el agotamiento, su
ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano Fernando Leal.
No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez
en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semiótica y otras
luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por
vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Entonces se callaba y
nosotros seguíamos hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal había descubierto
asociaciones insólitas entre los mininos y su arte. Eco de vez en cuando
regresaba al estrado de la mesa y apuntaba, corregía, señalaba elementos con
los que completaba las metáforas del artista. Y luego callaba otra vez,
pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese
año pasado un bromista agorero de no sé dónde anunció en la red de Internet,
como si perpetrara una venganza, que había muerto Umberto Eco. Me alertó de la
noticia, que luego fue rematadamente falsa, Milena Busquets, que desde niña se
crio cerca de la presencia de Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora
española, la gran amiga del semiótico italiano; así que compartimos los
primeros minutos de esa incertidumbre como si se tratara de la noticia
imposible de la muerte de un familiar muy próximo; de hecho, Umberto Eco es,
desde Apocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la
universidad, hasta este Número Cero, un filósofo de nuestra propia edad o
naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo,
rabiosamente útil para poner a punto la mirada distraída que aconseja uno de
sus más conspicuos amigos españoles, Juan Cueto, o para destruir los lugares
comunes de la mala inteligencia. Era una luz que llevaba nuestra mirada adonde
quisiera. Otro de sus seguidores más fieles, el español Jorge Lozano, lo atrajo
muchas veces a la vida y a la realidad española, así que era Eco tan europeo,
tan mundial y tan español que cuando lo veías o lo buscabas siempre tenía algo
que decir de lo que pasaba aquí porque siempre tuvo algo que decir de lo que
pasaba en cualquier sitio.
Era una mente
poderosa; cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia
popular insólita que alcanzó su genial divertimento mayor, El nombre de la
rosa, decidió irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas
ricos; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado, su vida
intelectual sanísima dedicada a la destrucción sistemática (y semiótica) de los
lugares comunes. Para hacerlo, como nuestro Fernando Savater, como el ya citado
Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba apólogos o preguntas, y reía luego
porque tú te quedabas sin palabras tratando de buscar por dentro el significado
de las palabras que él ponía para que tú cayeras en los pozos abiertos por su
inteligencia. Después reposaba, te miraba como si él se estuviera yendo, y
seguía ahí, con su mano detrás del asiento, echado en los butacones como si
estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risueño.
En aquel momento
en que nos dieron la noticia falsa de su muerte creí que esa falsedad conjuraba
cualquier susto así en el futuro. Pero ha muerto ahora, ha muerto Umberto Eco y
he sentido que lo escuchaba reír solo cuando se quedaba ensimismado en I
Quattro Mori. Un sabio que sabía todas las cosas simulando que las ignoraba
para seguir estudiando.
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