José Del Tronco Paganelli[1]
FLACSO México
Resumen Ejecutivo
Los programas de transferencia de ingresos constituyen un mecanismo eficaz para la redistribución de ingresos por su capacidad para extender la protección social hacia sectores más vulnerables estimulando la inversión en capital humano de los más desfavorecidos (de Ferranti, et al, 2004).¿Cómo han operado estos programas y qué impactos han tenido sobre la autonomía de la mujer, considerada ésta última como un fenómeno multidimensional caracterizado por “la capacidad de decidir, sin más restricciones que los valores, gustos y preferencias”? ¿Qué lecciones nos dejan estas experiencias de cara al diseño de políticas públicas que más allá de mitigar con posterioridad los efectos de las crisis, puedan reducir –de antemano- la vulnerabilidad del colectivo femenino frente a las mismas?
Palabras clave: Transferencias condicionadas, crisis económica, autonomía de la mujer
Cash Transfer Programs are an effective mechanism to redistribute given their ability to extend social protection to unprivileged sectors of the population (de Ferranti, et al, 2004). How have them operated and what kind of impacts have generated on women empowerment? What kind of lections could be learned from these programs in terms to reduce women vulnerability as a result of economic crisis?
Palabras clave: Cash Transfer Programs, economic crisis, women empowerment
Introducción
Los programas de transferencia de ingresos son una respuesta común de política social frente a las crisis macroeconómicas. Para los organismos financieros internacionales, estos programas constituyen un mecanismo eficaz para la redistribución de ingresos por su capacidad para extender la protección social hacia sectores más vulnerables, estimulando la inversión en capital humano de los más desfavorecidos (De Ferranti et al., 2004). Si bien, en la práctica, los objetivos varían, la meta común (ya sea implícita o explícita) es ayudar a proteger el nivel de vida de las familias más afectadas por las crisis (Ravallion y Galasso, 2003).
En América Latina, desde fines de los años noventa, se ha reforzado la tendencia a la implementación de programas de transferencias condicionadas (PTCs). Las ventajas (no siempre evidentes) de estos programas son, de acuerdo con la literatura especializada, las siguientes: (a) Los PTC’s dan a la familia la responsabilidad de su propio progreso, y permiten que los programas trasciendan las barreras de lo político; (b) a través de las transferencias se consigue un mejor uso de los recursos, (c) las familias tienen la posibilidad de tener autonomía sobre la decisión de “en qué gastar” el recurso monetario que reciben; (d) los PTC’s focalizados en mujeres permiten luchar contra los problemas de género porque aumentan la autonomía económica de éstas últimas; (e) ofrecen una buena posición para superar el problema de información asimétrica, dado que las familias tienen mejor información sobre sus necesidades que el gobierno; (f) tienen la capacidad de cumplir múltiples objetivos—como por ejemplo salud, nutrición, y educación—a través de un solo instrumento, el dinero en efectivo o cash, y (g) facilitan una mejor focalización de los pobres que subsidios generales o inversiones en infraestructura, a través de menos errores de inclusión. Asimismo, en términos de efectividad, las ventajas más citadas incluyen: (a) el empoderamiento de las familias, al dárseles la oportunidad de tomar decisiones necesarias a través de mecanismos de “co-responsabilidad”, (b) el establecimiento de una red de protección social necesaria, tanto en una crisis como en tiempos normales, (c) la comprobada capacidad de generar impactos positivos y significativos sobre el bienestar de los beneficiarios, principalmente en salud y educación, y; (d) la creación de un efecto multiplicador en comunidades locales (Ayala, 2003).
El ánimo de este trabajo es responder si esta clase de programas, implementados en tiempos de crisis económica como la que asoló al mundo desarrollado –y afectó a América Latina- en 2008, han tenido un impacto significativo sobre la autonomía de las mujeres beneficiarias. La hipótesis aquí planteada es que existe una diferencia significativa entre la feminización de la asistencia social y una política social con perspectiva de género, y que las “contraprestaciones” (condiciones) exigidas por los programas pueden constituirse en un elemento clave para aumentar o disminuir la autonomía de las mujeres beneficiarias.
Partiendo de una conceptualización multidimensional de la pobreza, y en particular, de la pobreza de género (Arriagada, 2005; CEPAL, 2004; Sen, 1991), se presentará, en primer lugar, un esquema analítico acerca de la desigualdad de género, sus posibles determinantes y sus consecuencias sobre la autonomía de las mujeres. Seguidamente, se hará un breve repaso sobre el impacto de las crisis económicas sobre la situación de las mujeres en América Latina, y a continuación, se analiza el efecto de las PTC´s sobre la autonomía de la mujer en situaciones de crisis, a partir de un estudio comparativo de dos programas de transferencias de ingreso (el “Bono Solidario”, implementado por el Gobierno ecuatoriano a partir de la crisis del año 1998, tuvo por beneficiarias predominantes a madres de familia, que debían –a cambio de la asistencia-, velar por la salud, alimentación y educación de sus hijos, y el Plan “Jefas y Jefes de Hogar Desocupados”, diseñado por el gobierno argentino durante la depresión económica de 2001-2002, que incluyó de forma no intencional una mayoría de beneficiarias de género femenino). A modo de cierre, se presenta algunas posibles implicaciones de cada modalidad para la desigualdad de género y la autonomía de las mujeres participantes así como algunos apuntes para investigaciones futuras.
Desigualdad y pobreza desde una perspectiva de género: Un breve estado de la cuestión
De acuerdo con la afirmación de Miguel Székely, “la principal limitación de la cuarta generación de políticas sociales (...) es que programas como Progresa o Bolsa Escola no cambian el ambiente económico[1] ni los elementos subyacentes a la estructura de la economía que están causando la pobreza” (Atanasio y Székely, 2001: 3). En este sentido, el fenómeno de la pobreza parece no deberse sólo ni de manera exclusiva a la insuficiencia de recursos para satisfacer las necesidades básicas de cada individuo, sino a los niveles de desigualdad en la dotación inicial de tales recursos.
Dicha desigualdad, a su vez, parece ser sólo el síntoma de problemas anteriores, vinculados fundamentalmente con “procesos de exclusión social”. Estos procesos están apoyados en la discriminación y la segregación de importantes sectores de la población a partir de diferencias étnicas, generacionales, raciales, sexuales y/o socioeconómicas. Estos atributos –sexo, raza, etnia, clase social, lugar de nacimiento- constituyen los llamados “puntos de coincidencia heredados” (CEPAL, 2003: 52-113) y forman parte de una dotación inicial de factores con los que cuenta un individuo; factores cuyo valor, a la luz de la consideración social, no siempre es positivo. Tal como señalan diversos estudios, determinadas condiciones -formar parte de minorías raciales o étnicas, ser mujer, ser pobre, o vivir en regiones alejadas de los centros urbanos, entre otras- constituyen una dotación inicial de valor negativo en la medida en que son factores considerados socialmente como “males”, no susceptibles de ser intercambiados por “bienes”[2].
En tal sentido, concepto “género” se refiere a los valores, atributos, roles y representaciones que la sociedad asigna a hombres y mujeres[3]. La importancia que tiene emplearlo radica en que el “género” designa las relaciones sociales entre los sexos, toda vez que el sexo se refiere a lo biológico y el género a lo construido socialmente, a lo simbólico. Esencialmente, la distinción entre sexo y género enfatiza todo aquello que hacen hombres y mujeres así como lo que la sociedad espera de ellos, exceptuando las funciones sexualmente definidas (el parto, la lactancia, la fecundación). Por lo tanto, las relaciones de género pueden cambiar -y de hecho cambian- a través del tiempo y de acuerdo con diversos factores sociales y culturales (Inmujeres, 2001). las mujeres (Siniravasan y Metha, 2003).
Así, el género como enfoque de la pobreza subraya cuatro grandes procesos: a) Cómo las diferencias biológicas se convierten en desigualdades sociales; b) Cómo estas desigualdades colocan a las mujeres en desventaja con respecto a los hombres; c) Cómo se construyen desde el nacimiento y no necesariamente son “naturales”; d) Cómo se sostienen y reproducen por medio de una serie de estructuras sociales y mecanismos culturales.
De acuerdo con Arriagada (2005; 103), las fuentes de bienestar de las personas y los hogares son múltiples: 1) el ingreso; 2) la propiedad; 3) el nivel educativo; 4) los derechos de acceso a bienes y servicios brindados por el Estado; 4) el tiempo disponible; y 5) aquellas dimensiones vinculadas a procesos de “empoderamiento” como la capacidad de participar en forma activa y determinante en los asuntos de su comunidad. Analizar la pobreza desde una perspectiva de género requiere, entonces, saber cuál es la situación de las mujeres en cada una de estas dimensiones y de manera fundamental, como resultado de sus interacciones.
La autonomía individual, tal como se entiende aquí, no constituye una dimensión estrictamente económica (ver figura 1, del Anexo). Es más bien una resultante del proceso de interacción entre diferentes dimensiones constitutivas del bienestar. Si una persona tiene ingresos, probablemente ello le permita ser menos dependiente de los ingresos de su cónyuge o de su familia. Pero esto último, si bien necesario, no parece suficiente para aumentar su autonomía, ya que existen otros procesos sociales que pueden estar condicionando esta capacidad. La falta de tiempo disponible (al tener que compatibilizar de tareas domésticas y productivas), un bajo nivel educativo (que las mujeres sufren de manera más marcada que los hombres), o la incapacidad de acceder a ciertos derechos por su sola condición de género, son procesos de exclusión social que neutralizan el efecto positivo de su independencia económica e impiden a la mujer el logro de una autonomía plena y real[4].
Uno de los elementos que ayudan a explicar esta clase de desigualdades de género es la división sexual del trabajo. Al asignarse de manera generalizada a las mujeres la reproducción biológica y el trabajo doméstico no remunerado que ello implica, y a los varones el de la producción económica por fuera del hogar, se sientan las bases para el establecimiento de un proceso “sexista” de estratificación social, en el cual las mujeres sufren una clara y negativa desigualdad en el acceso a recursos materiales y sociales[5], así como también una limitación para participar en la toma de decisiones familiares, políticas y/o comunitarias.
Pobreza de género y autonomía de las mujeres. La realidad latinoamericana
¿Qué ocurre en América Latina? Tal como lo apuntó Nanneke Redclift en su trabajo seminal a principios de los años ochenta, no es posible pensar que las realidades de las mujeres en los países industrializados son fácilmente replicables en las sociedades en vías de desarrollo (Redclift, 1983; 445). En primer lugar, a raíz de las virtudes que las tradiciones culturales predominantes (especialmente la católica) asignan a la familia patriarcal típica. Este tipo de núcleo se caracteriza por un hombre proveedor, cuyo ámbito de inserción es la esfera pública de la producción material y la decisión política, y una mujer afectada a las responsabilidades “privadas” de subsistencia del hogar[6]. Esta división sexual del trabajo ubica a las mujeres en una situación dependiente en términos económicos, y derivado de ello, también respecto de su participación en las decisiones familiares y sociales.
En segundo lugar, el problema se ha visto profundizado por la constatación de que las políticas de ajuste estructural implementadas en los países del continente[7] (si bien con diferente intensidad y sincronía) han tenido un impacto diferenciado en el interior de los hogares, según afecten a hombres o mujeres, niños o niñas. Ello ha sido conceptualizado como el sesgo de género (masculino) de las políticas de ajuste (Elson, 1990). Esto significa que el triple papel de las mujeres -en el hogar, en su comunidad y en el mercado- no es reconocido por quienes formulan las políticas públicas, ignorando el hecho de que las mujeres, a diferencia de los hombres, se ven severamente constreñidas por el peso de tener que equilibrar simultáneamente sus diferentes roles (Moser, 1992; 262). Tal como lo confirma Chant (2003; 1), “la apertura de las economías latinoamericanas, la desregulación de sus mercados y la retirada del Estado de la producción y la protección social estuvo asociada a la profundización de la pobreza, el incremento de la vulnerabilidad de los hogares y un marcado deterioro en las condiciones de vida en mujeres de bajos ingresos.”
Los datos recogidos por distintos organismos nacionales e internacionales confirman esta imagen. Para todos los países del continente, a igual tarea y calificación, las mujeres perciben un ingreso promedio menor al de los varones (CEPAL, 2003). Profundizando esta desigualdad, la segmentación ocupacional impide que las mujeres de un mismo nivel educativo y con las mismas credenciales profesionales, accedan a los mismos empleos que los hombres. A su vez, encuestas de uso del tiempo han mostrado que la jornada femenina es más larga que la masculina puesto que el crecimiento en la participación de la mujer en el mercado de trabajo no ha significado una incorporación proporcional del hombre a las actividades del hogar[8] (Arriagada, 2005; 105).
El principal efecto de este “sesgo masculino” de las reformas estructurales ha sido la profundización de ciertos procesos ya presentes en la realidad latinoamericana: la “invisibilidad” del trabajo doméstico no remunerado, las consecuentes limitaciones en el uso del tiempo de la mujer y la discriminación laboral y salarial en el mercado de trabajo. De hecho, la creciente participación femenina en el mercado laboral ha contribuido y mucho a aumentar el ingreso familiar y a paliar los efectos de las caídas de los niveles salariales, que impiden a una gran proporción de familias solventar sus necesidades básicas con el ingreso de un solo miembro. Esto ocurre porque en la mayoría de los países latinoamericanos, importantes (en cuanto a su proporción) sectores de trabajadores reciben ingresos insuficientes para cubrir individualmente las necesidades básicas de su grupo familiar (Ver tablas 1 y 2 del Anexo). Por tal motivo, “la existencia de más de un ocupado por hogar constituye la opción más viable en el corto plazo para lograr cubrir dichas necesidades y de ahí el requerimiento de disponer de los aportes de ambos miembros de la pareja (Serrano, 2005; 36)[9].
Por tanto, si bien el crecimiento en la tasa de participación laboral femenina ha sido un importante aporte a la mitigación de la pobreza, es menos fuerte su efecto positivo en términos de autonomía. Para el caso América Latina, el problema es de gran relevancia porque la discriminación en contra de las mujeres determina una situación de desigualdad en tres diferentes sistemas estrechamente vinculados: el mercado de trabajo, el sistema de protección social, y el hogar (Ruspini, 1996, citado en CEPAL, 2003). El logro de una mayor autonomía por parte de las mujeres latinoamericanas no puede, por tanto, circunscribirse tan sólo a uno de estos ámbitos.
¿Cómo asegurar entonces, especialmente para las mujeres madres de familia y/o jefas de hogar en situación de pobreza, un doble proceso de incorporación al mercado de trabajo y aumento (no disminución) de su autonomía? Si les sigue siendo reservada con exclusividad la responsabilidad de las labores domésticas y la reproducción del hogar pero empieza a ser imprescindible su aporte económico, cómo avanzar paralelamente en términos de ingreso y uso de tiempo, de cuidado de la familia y participación en la esfera pública?
Género y políticas sociales en América Latina ¿Quebrando la lógica de la desigualdad?
Una de las enseñanzas más impresionantes que se han obtenido luego de varias décadas de políticas promotoras del desarrollo social en todo el mundo ha sido la constatación de que tales políticas no tendieron a atenuar sino a profundizar las desigualdades de género (World Bank, 2001). De manera paralela a esta situación de deterioro y a su conscientización, la causa de “género” fue ganando espacio político y social, logrando avances significativos, particularmente en el ámbito de la legislación y las políticas públicas. A partir de la influencia del movimiento internacional de mujeres, y de la fortaleza organizativa de los movimientos nacionales, los gobiernos democráticos latinoamericanos reconocieron a la mujer como un actor social que requería de una representación especial en las instituciones del Estado (Molyneux, 2003)
De esta forma, el “género”, como una “nueva”[10] dimensión de la desigualdad social ha introducido nuevas cuestiones en la agenda de políticas públicas de combate a la pobreza en el continente y en el mundo en desarrollo en general. Como imperativo teórico y a su vez como respuesta práctica a los fenómenos discriminatorios de este tipo, se ha planteado la necesidad de “desarrollar la autonomía económica de las mujeres y fomentar la conciliación de la vida privada con la doméstica, alentando el ingreso masivo de los hombres a la esfera del cuidado” (Friz, 2004; 5). A raíz de esta conscientización, en los últimos años se han visto proliferar diferentes programas de política social compensatoria, en los cuales, las mujeres constituyen el grupo de beneficiarios más importante en términos cuantitativos[11].
Entre las políticas públicas que más tempranamente impactaron sobre la autonomía de las mujeres desde una perspectiva de género deben destacarse las educativas, a las que las mujeres tuvieron amplio acceso, aunque más tardíamente que los hombres. Más adelante cobran relevancia las políticas dirigidas hacia las madres y a través de ellas, a la familia (Serrano, 2005; 15). Sin embargo, el lugar estratégico de la mujer como “implementadora” de políticas sociales a partir del lugar central que ocupa como responsable de la provisión de bienestar monetario y no monetario al interior del hogar no fue reconocido sino hasta poco tiempo atrás por los hacedores de política.
En este sentido, es posible destacar tres áreas potenciales de preocupación de las políticas de género: a) a nivel de las reglas, la generación y fortalecimiento de una institucionalidad de alto nivel que asegure la consideración de las políticas de género como “políticas de Estado”, y no de gobierno; b) en materia de problemas públicos, la atención se centra en dos áreas: mujer y pobreza, y acceso de las mujeres a los espacios de decisión; c) finalmente, a nivel individual, los problemas de la agenda de género se concentran en las áreas estratégicas de género: violencia doméstica, derechos reproductivos y autonomía económica de las mujeres (Serrano, 2005; 22-3)[12].
Este trabajo se concentra en los niveles segundo y tercero; al destacar la importancia de la pobreza de género como problema público y su incidencia sobre la (falta de) autonomía de las mujeres. Asumiendo esta perspectiva de género, las preguntas de investigación a responder por este trabajo son: 1) Si los programas de transferencias de ingresos, focalizados de manera predominante en beneficiarias mujeres (la llamada “feminización de la asistencia social”) han producido consecuencias positivas desde una perspectiva de género, tanto en términos de la “autonomía” de las mujeres, como en el logro de una mayor conciliación y equilibrio entre su experiencia doméstica y la vida social; y 2) Si el tipo de contraprestación exigido por cada uno tiene alguna relevancia a la hora de explicar dichos resultados.
Los programas seleccionados (por la similitud de su lógica y del contexto en que fueron implementados, y las diferencias en las contraprestaciones exigidas) son el Bono Solidario, en Ecuador, y Plan Jefas y Jefes de Hogar, en Argentina.
El caso ecuatoriano: Vida cotidiana, relaciones de género y contexto socioeconómico de la implementación del “Bono Solidario”
Desde un punto de vista económico[13], las mujeres ecuatorianas ven afectadas su autonomía a partir de dos procesos. El primer proceso (de nivel macro) tiene que ver con la pérdida de derechos económicos sufrida por buena parte de la población del país como consecuencia de las reformas económicas de los años noventa. La liberalización de la economía implantada a lo largo de la década agudizó los problemas ya existentes sobre la desigualdad, por cuanto produjo, en lo principal, una mayor ampliación en la brecha de ingresos entre los hogares presididos por jefes de hogar calificados y no calificados, y entre los ingresos de los hogares presididos por jefes del sector moderno y jefes del sector informal (Taylor y Vos, 2000; Vos et al, 2001). De hecho, el principal diagnóstico de la evaluación social durante la década del noventa en el Ecuador, ha sido el incremento de la desigualdad, como consecuencia de este sesgo educativo y de género de las reformas[14].
Esta situación ha producido la pérdida de poder económico de ciertos individuos y familias, en tanto que un sector minoritario ha concentrado la riqueza del país. Como se puede ver a través de los análisis estadísticos del anexo[15], la concentración del ingreso ha aumentado, y con ella brecha de ingresos entre ricos y pobres. Mientras en 1990, el ingreso per cápita del hogar del decil más rico era 19,7 veces más alto que el del decil más pobre, en el 2000, la diferencia entre los dos extremos fue de 41,2 veces. Este incremento en la desigualdad se debió, principalmente, a una mayor concentración del ingreso en el 10% más rico de los hogares[16].
En segundo término y como consecuencia de ello, Ecuador ha vivido un proceso de precarización del empleo, con particular profundidad en el caso del trabajo femenino. Entre la población femenina económicamente activa, un 45% no recibe ingreso alguno (más del doble que en el caso de los varones) y el ingreso promedio de las mujeres representa unos dos tercios del masculino. Asimismo, las mujeres ecuatorianas deben realizar mayores esfuerzos laborales que los hombres para contar con los mismos ingresos, lo que las obliga a adoptar estrategias como el multiempleo o la extensión de su jornada semanal de trabajo. Tanto en las áreas urbanas como rurales, el multiempleo femenino supera al masculino y crece más aceleradamente[17] mientras que, por otro lado, un 30.4% de las mujeres trabaja los 7 días de la semana frente a un 21.6% de los varones (Vásconez, 2004; citado por Armas, 2005; 18).
Esta tendencia se experimenta más radicalmente en las ciudades, a partir de los procesos de modernización económica y de migración. En el primero de los casos, el principal efecto es la incorporación masiva de la mujer al mundo del trabajo no doméstico (mercado laboral), mientras que las migraciones aumentan las responsabilidades de la mujer en el ámbito de la reproducción, ante la ausencia del “jefe de familia”. En Ecuador, la asalarización de las mujeres ha dado lugar a realidades de segmentación ocupacional (horizontal y vertical) y a mayores niveles de subocupación y empleo informal. Como quedó demostrado a partir de las cifras, es un hecho que las mujeres tienen ingresos inferiores por igual tarea, y esto es más agudo aún en actividades menos calificadas, que demandan menores niveles de instrucción[18] (Brito et al, 1999; León Trujillo, 1994; CEPLAES-UNPFA, 1990). A pesar de esto último, y tal como lo demuestra el siguiente cuadro, el aporte del salario femenino a la mitigación de las carencias del hogar ha sido, y continúa siendo, fundamental.
Durante los años 1998-1999 tres factores conspiraron contra la recuperación de inicios de los noventa, provocando la peor crisis económica en la historia reciente: el fenómeno natural de «El Niño», que causó grandes daños a la agricultura y a la infraestructura; la significativa disminución del precio del petróleo que incrementó los déficit fiscal y externo; y, la crisis financiera internacional que se expresó en la interrupción del financiamiento externo privado y en una crisis bancaria sin precedentes. El crecimiento del PIB en 1999 fue de -7,3%, yla tasa de desempleo alcanzó el 14,4% (Velásquez Pinto, 2003; 4). En este contexto, tuvo lugar la implementación del Bono Solidario.
El diseño del Bono Solidario y sus “consideraciones” de género
La depresión económica sufrida por Ecuador durante los últimos años de la década de los noventa, fue de una profundidad sin precedentes[19]. El ingreso per cápita disminuyó brutalmente, y la pobreza de consumo pasó del 46% al 56% de la población (Armas, 2005; Vos et al, 2001). El Programa Bono Solidario[20], sin embargo, no fue creado exclusivamente como una suerte de red asistencial frente a este fenómeno de crecimiento de los índices de pobreza y agudización de la desigualdad[21]. Consideraciones fiscales y la necesidad de eliminar el subsidio universal a determinadas fuentes de energía, que de acuerdo a la tesis del gobierno, tenían un carácter regresivo, el determinante del diseño de una política compensatoria para los sectores más pobres[22] (Vos et al, 2001).
El criterio de focalización de la población beneficiaria fue la pobreza de ingresos[23]. Esta era el “requisito esencial que debía cumplir” una persona para recibir el beneficio. Pese a ello, la focalización en “madres” fue predominante y se realizó bajo el supuesto de que las mujeres tienden a priorizar el gasto en necesidades básicas y cuidado de los niños, más aún si son jefas de familia. Una encuesta representativa realizada a beneficiarios del programa en 1999 muestra que las transferencias eran utilizadas básicamente para alimentación y otras necesidades elementales (León 2000).
En este sentido, la población beneficiaria estaba compuesta por: a) mujeres sin ingresos que vivieran en el seno de familias de bajos ingresos y tuvieran a cargo menores de 18 años (80.2%); b) personas mayores de 65 años sin un ingreso fijo (18.7%); y c) personas discapacitadas (0.6%). Durante el primer año del programa, el padrón alcanzó al 45% de los hogares ecuatorianos; es decir, aproximadamente 1.3 millones de beneficiarios (Vos et al, 2001; 5)[24].
Al poco tiempo de su creación, el Bono Solidario comenzó a ser percibido socialmente como un programa compensatorio destinado a las familias más pobres, que (aunque su intencionalidad original era equilibrar los efectos negativos que la eliminación de subsidios universales sobre los precios de las fuentes de energía -electricidad, gas y gasolina), resultaba una ayuda significativa para las personas que con mínimos ingresos, quienes concentraron mayormente su beneficio. A raíz de la crisis económica y financiera suscitada en 1999 y 2000, y de que Ecuador carece de un sistema de protección social capaz de responder ante situaciones de emergencia económica, el Bono Solidario se constituyó así en la principal estrategia del gobierno para evitar un mayor deterioro de la situación de los sectores más pobres de la sociedad ecuatoriana[25].
En el caso del Bono, la evidencia indica que el impacto sobre el ingreso de las familias fue negativo en el corto plazo, ya que las evaluaciones del programa mostraron que los ingresos de las familias beneficiarias hubieran sido mayores de no haber existido el programa, o dicho de otra forma, la incidencia de la pobreza hubiera sido menor (Vos et al., 2001; 20). La hipótesis más plausible en este caso es que la falta de un programa como el Bono Solidario hubiera obligado a muchas más mujeres a salir al mercado de trabajo, a emplearse muy probablemente en actividades informales, con bajos salarios, y alta precariedad[26]. En algunos casos también, aunque quizás los menos, se hubiera contado con el apoyo de redes comunitarias o familiares.
Asimismo, el programa tuvo impactos positivos en dos aspectos: en primer lugar en la participación escolar. Los datos muestran que los beneficiarios del programa evidencian tasas de enrolamiento escolar mayores que las de los no beneficiarios, lo que significa que el Bono Solidario tuvo efectos positivos sobre la reducción de la pobreza intergeneracional, en la medida en que la probabilidad de la misma disminuye a mayores niveles educativos. En segundo lugar, el programa disminuyó la brecha de pobreza, al aumentar de manera inequívoca el ingreso de los beneficiarios más pobres (Vos et al., 2001; 2).
En términos de la autonomía –multidimensional- de género, el programa parece haber tenido un impacto ambiguo. Por un lado, resultó positivo en términos de disponibilidad de tiempo, ya que disminuyó los incentivos por insertarse precariamente en el mercado laboral, especialmente para aquellas madres con hijos pequeños o lactantes (Dieren, 2004). Por otro lado, sin embargo, esta clase de programas extienden y refuerzan la imagen de las mujeres como reproductoras, cuyo rol principal está constituido por las labores domésticas y de cuidado (Armas, 2005). Estas tareas no cuentan con visibilidad, reconocimiento ni mucho menos retribución, excepto que se realicen a partir de un contrato en el mercado[27]. Esta clase de políticas, por tanto, inciden positivamente en la reducción intergeneracional de la pobreza de los varones pero pueden reproducir (involuntariamente) la pobreza de género, en la medida en que los incentivos para que las mujeres se eduquen, accedan a empleos calificados y/o participen de la vida política y social son mucho menores si se les reserva de manera exclusiva las labores privadas de reproducción doméstica. La desigualdad al interior del hogar, lejos de reducirse, va en camino de reproducirse a nivel intergeneracional.
El caso argentino: Crisis económica e importancia de la mujer en la implementación del “Plan Jefas”
En Argentina las instancias de género han tenido un significativo rol como espacios que propician la incorporación de dicho enfoque a través de diferentes procesos, entre ellos, la elaboración y presentación de proyectos de Ley y la planeación de programas públicos que contengan la visión de género (CEPAL, 2004; 6). Esta perspectiva de género se ha basado principalmente en la concepción de “Gender Empowement” y ha sido aplicada de manera sustancial en el ámbito de la participación política y civil.
Desde el punto de vista de la ciudadanía social y de los programas de combate a la pobreza que emergieron aceleradamente desde mediados de los años noventa hasta la actualidad, las iniciativas de género han sido mucho menos generosas y eficaces. El Consejo Nacional de la Mujer es el organismo público que ha concentrado la mayor parte de los recursos financieros y humanos dedicados a paliar las situaciones de desigualdad de género existentes, si bien con resultados diversos de acuerdo a los criterios que se utilicen para su evaluación (Zaremberg, 2004)[28].
En términos sociales, ello también está relacionado con el hecho de que durante las últimas décadas, Argentina ha vivido un crecimiento acelerado de la desigualdad en la distribución del ingreso y la deprivación económica de amplios sectores de la sociedad. Procesos de inestabilidad macroeconómica y estancamiento productivo, se han conjugado con coyunturas de rápido crecimiento y de avances en el logro de los equilibrios básicos. Sin embargo, durante estos últimos, los indicadores de equidad no han respondido suficientemente, y la brecha entre ricos y pobres ha continuado aumentando independientemente de los ciclos económicos (Altimir, Beccaria et al., 2001)[29].
La coyuntura más dramática de todo el período se dio entre octubre de 2001 y mayo de 2002, durante la cual el ingreso per cápita promedio de los hogares más pobres disminuyó en un 41% (INDEC, 2003; Corbacho, G. Escribano e Inchauste, 2003). Mientras que, ya en octubre de 2001, cada integrante de un hogar correspondiente al decil más rico de la población ganaba 52 veces el ingreso de un integrante del decil más pobre, en mayo de 2002 esta diferencia llegaba a 68 veces (Del Tronco, 2005).
El Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (PJHD), nació en enero de 2002. Originalmente concebido como un subsidio a las empresas para contratar trabajadores, fue reformulado a raíz del crecimiento acelerado de la pobreza (entre octubre de 2001 y mayo de 2002, la población cuyo ingreso era insuficiente para cubrir el costo de la canasta básica pasó del 37.4% al 57%)[30]. En ese momento, quedó claro que el Plan debía erigirse en una suerte de red de contención que pudiera evitar un deterioro mayor del nivel de vida de los sectores más vulnerables.
En el caso del PJHD, los requisitos para ser beneficiario del programa eran ser Jefe o Jefa de hogar, estar desocupado (sin ingresos comprobables a través de los registros de la seguridad social; por tanto sólo hacía hincapié en los desocupados “formales”), con al menos un menor de 18 años a cargo y/o una persona anciana en el hogar. En este caso, a diferencia del Bono Solidario, no había en la letra del Plan, una explícita discriminación positiva hacia las mujeres. De hecho, al focalizarse en Jefes de Hogar, daba a entender que estaría destinado mayormente a varones, ya que éstos representan las dos terceras partes de las jefaturas de hogar en Argentina. Por distintas razones[31], las principales beneficiarias (más del 70% del total del padrón) del programa fueron mujeres.
En términos de contraprestación, el PJHD exigía la realización de una actividad laboral por parte de los beneficiarios a cambio de la asistencia recibida. Dicha contraprestación, tal cual es manifestado por las reglas operativas del programa, constituía un compromiso asumido por el beneficiario para desempeñar una tarea de al menos cuatro horas diarias y nunca mayor a seis[32].
Si bien desde los años noventa, la contribución de las mujeres recientemente incorporadas al mercado laboral a la economía familiar no fue desdeñable y muchas de ellas calificaban (ver Anexo), como desempleadas, para ser incorporadas como beneficiarias del plan, no fueron éstas últimas quienes resultaron mayoritariamente las beneficiarias del PJHD. Un gran porcentaje de mujeres en situación de pobreza sin participación previa en el mercado laboral, aprovecharon que sus cónyuges estaban desempleados o se ocupaban en trabajos informales y pudieron así acceder al programa. Es decir, de no haber accedido al mismo hubieran estado inactivas (Ravallion y Galasso, 2003).
De hecho, las familias beneficiarias del "Plan Jefas y Jefes" tienden a ser sustancialmente más pobres en promedio, con un ingreso per cápita del hogar que es alrededor del 30% de la media para todos los adultos activos. Ravallion y Galasso (2003) llegaron a la conclusión que si se descuenta el pago de la transferencia de "Jefas y Jefes", los participantes provienen efectivamente de hogares con un ingreso per cápita que era solamente el 17% de la media para todos los adultos activos. Eran, los más pobres entre los pobres.
Cómo analizar la masiva participación de mujeres como beneficiarias de un programa cómo el PJHD –más allá de un claro déficit de focalización- desde una perspectiva de género. Ello remite nuestra atención sobre la contraprestación laboral exigida por el programa. ¿Cómo ha impactado sobre la autonomía de género la obligación de participar en programas de formación o empleo para mujeres que de otro modo hubieran mantenido su rol doméstico? ¿Qué dimensiones deben ser analizadas para responder el interrogante?
Evidencia sobre los impactos. ¿Tiene incidencia el tipo de “contraprestación” sobre la autonomía de la mujer?
Las redes de protección social contra la probreza (poverty safety nets), dentro de los cuales los programas de transferencia de ingresos suelen asumir un rol fundamental, buscan alcanzar mayores niveles de equidad en sociedades con altos niveles de desigualdad, pobreza y/o marginación social. Muy habitualmente, sin embargo, tales programas son concebidos como un “último recurso” para prevenir una “destrucción” irreversible del capital humano de determinados sectores de la sociedad (Vos et al., 2001; 3). Tanto en el caso ecuatoriano, con el Bono Solidario implementado a partir de 1998, como en el argentino, con el Plan Jefas y Jefes de Hogar de 2002, esta fue la lógica empleada en las etapas de diseño y formulación.
En ambos casos, a su vez, dichas transferencias estaban condicionadas; es decir los beneficiarios además de cumplir con ciertos requisitos de “elegibilidad” deben ganarse el “premio” monetario que constituye la transferencia. El Bono Solidario implementado en Ecuador es un caso típico de esta clase de programas (financiados generalmente por el Banco Mundial en América Latina, Asia y África) orientados a brindar ayuda económica a las familias bajo la línea de pobreza con la condición de que envíen a sus hijos a la escuela y a los controles en los centros de salud y a cualquier otro control que sea establecido en términos de cumplimiento de requisitos. Por su parte, el PJHD, si bien es una transferencia condicionada, está estructurado sobre una contraprestación laboral, debido a la importancia que los argentinos han otorgado tradicionalmente a la noción de “empleo” como un factor de integración política y social (Repetto, 2004).
Como fue esbozado anteriormente, las evaluaciones del Bono Solidario encontraron que su impacto neto sobre los ingresos de las familias beneficiarias fueron negativos; es decir las familias hubieran sido menos pobres si el Plan no se hubiera implementado (Vos et al., 2001; 20). Esto indica que ante la falta del programa, muchas de las mujeres beneficiarias se hubieran incorporado al mercado laboral obteniendo un ingreso superior. A partir de esta primera evidencia, puede decirse en un primer momento, el impacto del programa sobre la autonomía de las mujeres fue ambiguo. Si bien las dotó de un ingreso, este parece ser menor al que hubieran podido conseguir -en ausencia del plan- en alguna ocupación alternativa. En términos de disponibilidad de tiempo, el Bono Solidario contribuyó a que las mujeres pudieran dedicar más tiempo a sus tareas domésticas y especialmente al cuidado familiar. Esto último si bien no parece contribuir de manera significativa a la autonomía de la mujer, sí tiene dos efectos positivos: a) en la erradicación de la pobreza intergeneracional, y b) en la atenuación de las dobles jornadas “productivo-reproductivas”.
En el caso de la superación intertemporal de la pobreza, el programa tuvo efectivamente impactos positivos en dos aspectos: en primer lugar en la participación escolar. Los datos muestran que los beneficiarios del programa evidencian tasas de enrolamiento escolar mayores que las de los no beneficiarios, lo que significa que el Bono Solidario tuvo efectos positivos sobre la reducción de la pobreza intergeneracional, en la medida en que la probabilidad de la misma disminuye a mayores niveles educativos. En segundo lugar, el programa disminuyó la brecha de pobreza, al aumentar de manera inequívoca el ingreso de los beneficiarios más pobres (Vos et al., 2001; 2)
Por su parte, en términos de la atenuación del “doble día” típico de las mujeres pobres latinoamericanas, los datos existentes poco dicen al respecto. Si bien, casi un tercio de la muestra de mujeres beneficiarias del Bono dicen trabajar, el temor a que les sea retirado el beneficio puede inducirlas a contestar negativamente, independiente de su situación (Armas, 2005; pag. 32). Cabe decir, por tanto, que en el caso de que los ingresos del Bono Solidario fuesen suficientes como para desincentivar la búsqueda de un empleo, las consecuencias del mismo sobre la disponibilidad de tiempo podrían considerarse positivas. Esto sería más probable para las madres cónyuges de un jefe de familia “proveedor” o “breadwinner”[33] que dedicara parte de su tiempo a las labores de cuidado. Para aquellas mujeres viudas, solteras o jefas de familia, los resultados parecen ser mucho menos alentadores.
Con respecto a su incidencia sobre la autonomía económica de la mujer y a su mayor participación en ámbitos de toma de decisión política y social (es decir a su empoderamiento), la contraprestación exigida a los beneficiarios puede resultar un elemento clave para analizar las consecuencias en términos de una perspectiva de género. Los programas que condicionan la distribución de beneficios a la atención de la salud infantil y la asistencia escolar (responsabilidades asumidas mayoritariamente por las madres) fortalecen el rol materno y por tanto la figura de la mujer como “ama de la casa”[34], tal como queda más o menos claro en el caso del Bono Solidario en Ecuador. Esto no parece contribuir, a priori, a una mayor autonomización de la mujer en términos de las desigualdades de género típicamente expresadas en el seno del hogar, pero conlleva un impacto positivo en términos intergeneracionales:
“(Las mujeres) lo primero que hacen es priorizar la comida del hogar y la ropita para sus niños, pero ella no se compra ni una blusa, ni un sostén y ni un calzón (sic), las mujeres no se compran, todo priorizan para los esposos y para los hijitos…” (Anita Rivas, Concejala del Cantón Francisco de Orellana, Abril 2004, citado por Armas, 2005; 36)
Este último testimonio confirma que “el empoderamiento familiar”, argumento utilizado para justificar la aplicación de esta clase de programas, no reconoce adecuadamente las desigualdades al interior del hogar, expresadas muchas veces a partir de una cuestión de género. “El empoderamiento de las mujeres” no parece ser automático respecto del familiar, y por tanto no puede asumirse como su consecuencia lógica. La experiencia práctica enseña que éste último debe ser buscado como un objetivo específico de política pública. En este sentido, la experiencia de otros programas sociales similares, como el Oportunidades en México, sí ha evidenciado un aumento –si bien de manera limitada- en la capacidad de administración de recursos, negociación y toma de decisiones por parte de las mujeres beneficiarias (Rubalcava, 2006).
Por su parte, los programas condicionados a una contraprestación laboral (que en este caso incluía proyectos productivos y de capacitación) como el Plan Jefas y Jefes de Hogar sí debieran, en teoría[35], contribuir a un mayor empoderamiento de las mujeres, quienes adquieren –al menos de manera provisoria- un lugar en el mercado de trabajo. En el caso argentino, las posibilidades de aumento de la autonomía parecen no desdeñables en la medida en que tanto a través de la perpetuación temporal del beneficio como a partir del desarrollo de habilidades que implica la capacitación (allí donde se da) o el mismo empleo, la beneficiaria podrá hacer valer nuevas credenciales en un futuro en el mercado laboral abierto.
En este sentido, y de acuerdo a los datos presentados por el gobierno argentino (INDEC, 2003), el 80% de los participantes encuestados informó estar realizando la contraprestación exigida por el programa. Entre quienes consideraban a dicha empleo como su ocupación principal, alrededor de la mitad informó estar trabajando para el sector público, el 30% en servicios comunitarios y 8% informó trabajar para una empresa privada. En el caso de aquellos para quienes el programa es una actividad secundaria, la contraprestación se realiza en servicio comunitario (32%), participación en capacitación (41%) o asistencia escolar (13%) como parte del programa. Esto último tiende a confirmar una implicancia positiva sobre la autonomía de género en la medida en que tales actividades representan una inversión tanto en capital humano como social; más aún, si tal como lo muestran Ravallion y Galasso (2003; 21), una importante proporción de las mujeres beneficiarias hubieran estado inactivas (y no desempleadas)[36] de no haber recibido el programa[37]. Queda por saber, de todas maneras, cuando ya se han cumplido casi cinco años del inicio del programa, cuántas de las mujeres que han sido beneficiarias han alcanzado una inserción laboral estable, y cuántas más siguen siendo dependientes de dicha asistencia.
Uno de los hallazgos interesantes del análisis, por lo tanto, es la tensión que parece existir -especialmente para madres de familia con ingresos escasos, bajo nivel educativo y precaria inserción laboral- entre autonomía de género y superación intergeneracional de la pobreza. Las políticas de transferencias monetarias condicionadas a la inserción laboral de las “jefas de familia” -del tipo PJHD- pueden impactar más eficazmente sobre el primero de los objetivos, si bien con el riesgo de debilitar el rol decisivo que cumplen las mujeres en el cuidado de su familia, a través de la alimentación, salud y educación de sus hijos. Esto último podría requerir del Estado la provisión complementaria de instituciones que puedan ocuparse del cuidado de los niños en edad preescolar y de clubes deportivos e instancias de formación extraescolar para los niños más grandes[38]. Por su parte, las políticas de combate a la pobreza que asumen el carácter esencial de la mujer como responsable de las labores domésticas y de cuidado -la mayoría de las cuales basa su diseño en una adaptación sui generis de la teoría del “desarrollo humano”-[39] corresponden a la segunda corriente. Estas últimas apuntan a romper el círculo vicioso de la pobreza, a través de una estrategia intertemporal que evite su reproducción en las nuevas generaciones. Privilegian la dotación de medios a los menores en edad escolar, de manera de contribuir a la igualdad de oportunidades desde los niveles iniciales de la socialización. Este objetivo, loable en sí mismo, puede correr el riesgo de subestimar la importancia de la “autonomía económica y social de la mujer respecto de su hogar” y de retrasar, por tiempo indefinido, la superación de las desigualdades de género.
Algunos apuntes a futuro
Para algunos autores, los fondos sociales o programas de inversión social en América Latina no han incorporado por lo general un enfoque de género. Por el contrario, asumen al hogar como unidad de provisión del bienestar, sin atender a las desigualdades existentes en su interior (Craske, 2005; 63).
Como consecuencia de ello, la invisibilidad de la pobreza de género y de las necesidades específicas de las mujeres es una constante en el diseño de estos programas, incluso en aquellos que distribuyen los beneficios entre las “madres” o “jefas de familia”. Esta falta de “sensibilidad de género” de los programas de combate a la pobreza atenta de manera directa contra su efectividad (Beneria y Mendoza, 1995; 58), al generar consecuencias no deseadas, contrarias a las perseguidas originalmente.
La evidencia de los planes Bono Solidario y Jefas y Jefes de Hogar muestra que puede ser importante, desde una perspectiva de género, hacer hincapié en el tipo de contraprestación que los beneficiarios y beneficiarias deban realizar. Los imperativos de autonomía económica y mayor participación en las decisiones políticas y sociales de las mujeres pueden, en ocasiones, ir a contramano del estereotipo de la mujer-madre-ama de casa; no porque éste constituya un defecto en sí mismo, sino porque su fortalecimiento como requisito para recibir un beneficio puede atentar contra la necesidad de combatir las desigualdades de género, explicativas en ocasiones de las penurias económicas sufridas por estas familias.
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Anexo Estadístico y Metodológico
Gráfico 1: Esquema de interacción. Dimensiones de la riqueza/pobreza[40]
Fuente: Elaboración propia en base a Arriagada (2005)
Tabla 1: Evolución de la pobreza de género en Ecuador
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/indice_fem_ur.htm
Cuadro 2: Indicadores de falta de autonomía económica de las mujeres en Ecuador
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/pobreza_ingrepropioped.htm
Cuadro 3: Aporte de las mujeres a la economía de los hogares en Ecuador
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/pobreza7.htm
Cuadro 4: Evolución de la pobreza de género en Argentina
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/indicefemur.htm
Cuadro 5: Indicadores de falta de autonomía de género de las mujeres en Argentina
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/pobreza_ingrepropioped.htm
Cuadro 6: Aporte de las mujeres a la economía de los hogares en Argentina
Fuente: CEPAL. Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/proyectos/perfiles/comparados/pobreza7.htm
1) Sexo del Jefe (Beneficiarios vs. No Beneficiarios) “elegibles” en todo el país
Fuente: Elaboración Propia en base a datos de la EPH, Octubre, 2002
[1] Entendemos por ambiente económico las relaciones de poder existentes en el orden mundial en los niveles productivo, comercial y financiero así como factores que exceden los indicadores puramente económicos: discriminación de género, segregación generacional, étnica y racial, los niveles de confianza en las instituciones, la extensión de la informalidad, la accesibilidad a redes sociales, entre otros.
[2] Para una interiorización básica pero muy ilustrativa del tipo de bienes que “prefieren” los consumidores, ver Varian, H. “Microeconomía Intermedia”, 4ta. Edición, Editorial Antoni Bosch, Barcelona, 1996.
[3] Ley del Instituto Nacional de las Mujeres, México, 2001
[4] Srinivasan y Metha (2003) consideran que una evaluación de impacto de una política pública desde una perspectiva de género debería examinar, como mínimo, las consecuencias de tales políticas sobre: a) los derechos, b) la participación de la mujer en el hogar y en la comunidad, c) los fenómenos de desplazamiento y/o segregación territorial, d) el acceso a la tierra, los recursos energéticos y las fuentes de información, y e) la inclusión de la perspectiva de género en las instituciones formales e informales que representan y regulan los diversos intereses de quienes forman parte de la comunidad.
[5] Propiedad de capital productivo, trabajo remunerado, educación y capacitación (Bravo, 1998; 63, citado en CEPAL, 2004; 13).
[6] En 2000, la tasa regional de participación masculina –calculada con base en 8 países, que cubren más del 80% de la Población Económicamente Activa de América Latina– alcanzaba al 74.1%, en tanto la femenina llegaba al 43.4% (Valenzuela, 2004; 38). Entre las mujeres pobres, el porcentaje desciende a 36.2% (OIT, 1999)
[7] Argentina y Ecuador, que constituyen los objetos de análisis, son dos casos testigos de la crudeza con que han sido implementadas las reformas estructurales durante los años noventa (Lora, 2001)
[8] Los trabajos citados por Arriagada corresponden a México y Uruguay. En el último caso, un 31% de los hombres aportaban algo de su tiempo al trabajo doméstico, mientras que en el caso mexicano, dicha proporción alcanzaba sólo al 15% (Arriagada, 2005; 105)
[9] Además, la contribución económica de la mujer es muy importante para la ruptura de la transmisión intergeneracional de la pobreza, debido a que el porcentaje del ingreso femenino destinado al bienestar de la familia, en especial a la salud, educación y nutrición de los hijos, es superior al porcentaje de los ingresos masculinos dedicado a estos gastos. Los hogares que cuentan con mujeres que trabajan remuneradamente son menos pobres que aquellos donde no las hay” (Serrano, 2005; 36)
[10] El adjetivo “nueva” en este caso no remite a su edad cronológica (en este sentido seguramente es de las más antiguas) sino a la “juventud” de su desarrollo teórico.
[11] Además de los ya mencionados en este artículo, el Programa Oportunidades de México, que cubre a un 25% de la población, tiene una participación femenina de más del 90% entre el total de beneficiarios. A éste podríamos agregar, el Plan Vida y el Plan Comadres, implementados ambos durante la década de los noventa en Argentina (en la Provincia de Buenos Aires), así como Bolsa Escola (Brasil) destinado a familias con hijos en edad escolar.
[12] La categorización de los niveles y las cursivas son mías
[13] En Ecuador, lo femenino -según apuntan los estudios de distinto tipo sobre la temática de género-, ha estado asociado de manera fundamental, al mundo de lo privado. Es allí donde se manifiesta la dominación de género y donde se forman socialmente las identidades femeninas (Ardaya y Ernst, 2000; Camacho, 1996; Cuvi y Martínez, 1994). En estos casos, la falta de autonomía de la mujer se expresa no sólo por su dependencia económica sino por una sujeción a decisiones externas que dictan su existencia; a pensar y a desear lo que les es permitido (por los hombres) en el seno de una familia tradicional (Herrera Mosquera, 2001; 26). En este sentido, cabe apuntar que diversos estudios culturales realizados entre mujeres indígenas rurales en Ecuador, han mostrado cómo la cocina[13] y el ámbito doméstico pueden constituir un factor de identidad femenina. En la medida en que el género como cualidad también se define en la adquisición de habilidades y en la capacidad de la persona para producir ciertos objetos, la producción de alimentos puede ser (es, de hecho) un aspecto fundamental de reafirmación de la identidad genérica.
[14] Las actividades calificadas y del sector moderno son desarrolladas mayormente por hombres, mientras que las mujeres participan fundamentalmente en trabajos que no requieren calificación y en el mercado informal.
[15] Método estadístico que a través de una gráfica permite analizar que tanta concentración y por tanto desigualdad existe en la distribución de un bien, en un ámbito social determinado.
[16] Este segmento de la población aumentó su participación en el ingreso total de 35.4% a 45.3%, en tanto que la participación del resto de estratos disminuyó. En particular, el decil más pobre redujo su participación de 1.8% a 1.1%. Una variable que resume el nivel de desigualdad constituye el coeficiente de Gini. El coeficiente de Gini del ingreso laboral para por hora entre los perceptores de ingreso es 0.555. Un análisis comparativo realizado por el BID (1998) y el PNUD (1998) mostraba que Ecuador era uno de los países con mayor desigualdad en la región, junto con Brasil, Paraguay y México.
[17] Vásconez señala que entre 1999 y 2001 el multiempleo entre las mujeres creció en 30 puntos porcentuales mientras que en los hombres, el crecimiento sólo fue de 16 puntos.
[18] Reforzando la importancia de analizar con especial atención la problemática de género de las mujeres en situación de pobreza
[19] Fue calificada por los expertos como la más grave del siglo pasado (Armas, 2005; 20)
[20] Con respecto a las estrategias empleadas por las mujeres de las ciudades en situación de pobreza para contrarrestar las crisis provocadas por las políticas de ajuste, Rodríguez (1993) llama la atención sobre la necesidad de diseñar políticas que no socaven todas las capacidades de resistencia desarrolladas por la población femenina. Más allá de su precariedad, y asumiendo su carácter racional, dichas estrategias pueden constituirse en un mecanismo positivo de adquisición de autonomía.
[21] Para una mejor idea de esto último, ver en el Anexo Estadístico la gráfica correspondiente al incremento de la desigualdad de ingresos en Ecuador durante los años noventa
[22] Ver recuadro en el Anexo Estadístico.
[23] Es interesante analizar lo paradójico de esta situación. Se elimina un subsidio que se considera regresivo (porque beneficia supuestamente a los sectores más acomodados de la sociedad ecuatoriana), pero para contrapesar sus efectos debe crearse un programa compensatorio destinado a los sectores más pobres!!!!. Si ya se los estuviera ayudando al quitar el subsidio (por su carácter regresivo) como justificar la necesidad de compensarlos? Es evidente que pese a que el programa podía beneficiar a sectores acomodados, los mayores beneficiarios (porque no podemos asumir que las utilidades de un bien son siempre de la misma magnitud para todos) eran los estratos más pobres de la población.
[24] Dada la imposibilidad de esta clase de programas compensatorios para cubrir a todos los beneficiarios potenciales, nos encontramos habitualmente tanto frente a errores de exclusión (dejar sin asistencia a aquellos que cumplen con los requisitos socioeconómicos y administrativos para recibirlos) como de inclusión (beneficiar a personas que no cumplen con tales requisitos). Por tanto, uno de los elementos que siempre se considera deseable es que los procesos de identificación de beneficiarios (focalización) puedan llegar, al menos, a los hogares más perjudicados por la crisis.
[25] De hecho, a partir de la crisis fue el mismo Gobierno el que “vendió” el Programa como una muestra de su apoyo a los sectores más vulnerables (Vos et al., 2001; 4)
[26] Es muy importante señalar que dichas evaluaciones de impacto sólo incorporan el enfoque monetario.
[27] Esto último incide positivamente en la reducción intergeneracional de la pobreza en los hombres y negativamente en la reproducción intergeneracional de la pobreza de género, en la medida en que los incentivos para que las mujeres se eduquen, accedan a empleos calificados y/o participen de la vida política y social son mucho menores si se les reserva de manera exclusiva las labores privadas de reproducción doméstica.
[28] En un lúcido análisis comparativo, Zaremberg (2004) muestra las diferencias en el estilo de gestión de dos instituciones -SERNAM en Chile y el Consejo Nacional de la Mujer en Argentina, diseñadas ambas para incorporar criterios de igualdad de género en los procesos de política pública. La pregunta más interesante por responder en éstos y otros casos es si la diferencia de estilos responde a una disparidad de criterios previa respecto del lugar de la mujer en la sociedad y en las políticas públicas o si esta última puede llegar a ser una consecuencia de la primera.
[29] En suma, puede acompañarse a Altimir y Beccaria cuando sintetizan algunos de los principales rasgos de la situación social argentina de finales de dicha década: “La conclusión principal y de mayor importancia es que tanto en términos relativos como absolutos, la situación distributiva que se registra en el nuevo siglo es significativamente peor que la de veinte años atrás. Antes esta circunstancia, dos hechos resultan preocupantes: Primero, la dificultad que presenta el nuevo régimen para funcionar en el sentido de mejorar la distribución relativa del ingreso no parece resultar de situaciones excepcionales. La evidencia analizada no concuerda con la idea de que la distribución empeora sólo en las recesiones, y lo sucedido en la segunda parte de los noventa refleja el efecto de las crisis ocurridas. (...) Segundo, las dificultades de la economía bajo el nuevo régimen para mejorar la distribución relativa del bienestar se complica con su aparente incapacidad de mejorar significativamente los ingresos medios reales de los hogares está asociada a la relativa incapacidad de generar empleo” (2001).
[30] Datos obtenidos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). www.indec.gov.ar
[31] La predominante participación de mujeres puede explicarse, entre otros factores, por el hecho de que uno de los requisitos para acceder al programa era estar desempleado -y que lo estuviera su cónyuge-, y ello se verificaba a través de la inscripción en la seguridad social. Muchas mujeres no eran “jefas” de hogar ni estaban desempleadas, pero sí se encontraban en situación de pobreza e inactivas, por tanto su costo de oportunidad para incorporarse como beneficiarias del programa era realmente muy bajo. Ello sumado a la participación del Consejo de Políticas Públicas en la implementación del Programa -dirigido en su momento por la esposa del Presidente y creadora del Consejo Nacional de la Mujer- fueron elementos determinantes.
[32] Con respecto a la “bondad” de la focalización del PJHD, en un trabajo reciente hemos presentado resultados respecto de qué tan “efectivo” ha sido el programa para llegar a la población más vulnerable[32]. En este análisis se calculó si efectivamente los sectores más vulnerables a ver disminuido su ingreso tenían una mayor probabilidad de acceder al Plan, dada la población que finalmente accedió[32]. Los resultados indican que en una proporción considerable (71%), los beneficiarios del PJHD se encontraban entre los más vulnerables y que entre los que no accedieron al Plan, un 77% estaba en una situación de vulnerabilidad menos aguda que los efectivamente beneficiados (Del Tronco; 2005).
[33] Quien “gana el pan”, es decir aporta el ingreso principal del hogar.
[34] Con los efectos sobre su autonomía económica y participación política y social que ello implica
[35] Este supuesto está basado en el hecho de que, si bien el rol de Jefa de Hogar implica al igual que en el Bono Solidario una focalización en “madres”, al solicitarse a los beneficiarios una contraprestación laboral, se les brinda una oportunidad de autonomizarse de la dinámica económica del hogar, aumentando sus capacidades de actuación en los ámbitos públicos (mercado, comunidad).
[36] La diferencia es que las inactivas/os no tendrían empleo por no haber comenzado un proceso de búsqueda labora, como sí lo estarían haciendo sistemáticamente (y sin encontrarlo) las/os desempleadas/os
[37] En alguna medida dicha consecuencia podría ser percibida como un avance “no deseado” desde una perspectiva de género en la medida en que ofrecía a las mujeres la oportunidad de participar de un emprendimiento productivo, un proyecto de formación, o una actividad laboral a cambio de la cual percibían un ingreso monetario. Por otro lado, debe destacarse también que los proclamados impactos positivos o negativos de un programa –en este caso la disminución del desempleo y su consecuente impacto sobre la incidencia y severidad de la pobreza- con frecuencia ignoran el impacto de cambios en la conducta de los beneficiarios. Al igual que en el caso del Bono Solidario, resulta bastante improbable que de no haber participado del programa, todas las mujeres beneficiarias hubieran permanecido en sus hogares, realizando sus tareas domésticas. Muchas de ellas, seguramente, hubieran buscado la manera de incorporarse al mercado laboral, de manera de contrapesar los efectos devastadores de la crisis económica.
[38] La investigación de la Pobreza en la Argentina (IPA, INDEC) realizó una encuesta en 1987 en cinco ciudades, verificando que en los hogares pobres estructurales, la participación laboral de las cónyuges con hijos menores era muy baja en relación a sus necesidades (Valenzuela, 2005; 69)
[39] El Bono Solidario y su reconversión en el Bono del Desarrollo Humano es un ejemplo. El más exitoso de todos ellos es quizás el programa Oportunidades, implementado por la Secretaría de Desarrollo Social del Gobierno Federal, en México
[40] La autonomía, entendida como “la capacidad de decidir sin más restricciones que los valores, gustos y preferencias”, es en términos ideales, la resultante de una dotación integral y suficiente de cada una de estas dimensiones del bienestar. Vale aclarar que la flecha punteada significa que en teoría un ingreso suficiente para no caer en la pobreza no es necesario para tener derechos de acceso. Sin embargo, la capacidad de las personas para poder ejercerlos puede verse seriamente limitada cuando dicho ingreso es muy bajo.
[1] Profesor Investigador: Carretera al Ajusco 377 – Delegación Tlalpan, México D.F. (14200). Tel.: +52 55 3000 0200 (192) jdeltronco@flacso.edu.mx
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